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Cuando tenía 10 años comencé danza clásica con Polly, y aunque ya había hecho 3 años de manera regular, ella me enseñó casi  todo lo que sé.

Polly era un ejemplo a mi temprana edad de que una fuerza poderosa nos encuentra. Nosotras, Polly y yo, éramos el ejemplo de que las relaciones tienen un conector que manipula el tiempo y el espacio. En ese momento de mi vida, y así fue durante mucho tiempo más, creí que ese conector me manipulaba a mi también y estaba condenada a seguir sus movimientos. Una condena mística como la música en el cuerpo, que entra suave, casi sin percibirse, y se apoya en mis extremidades sin pedirme permiso, viaja  y me  mueve; nada la detiene, hasta mi interior se provoca químicamente secretando cantidades de hormonas y moldeando mi humor.

La vida nos juntó, pero lo  importante es que Polly era una composición de extremos que se armonizaban en el rol de la MAESTRA DE DANZA. Apasionada y persistente, estricta pero amorosa, con la cuota perfecta entre ambición y frustración. Ella lo sabía TODO. Ella lo daba TODO. 

Escribo en pasado para reforzar mi mirada de aquel entonces, aunque imagino que sigue  sabiéndolo y dándolo todo, porque hay hábitos que nunca se pierden y estructuran parte nuestra personalidad. 

Tomé sus clases durante más de 10 años, una década de experiencias, recuerdos, aprendizajes y momentos que viví con ella, en  su espacio y con  la familia que nacía de ahí, que constituye parte importante de mi sistema. En todo ese periodo ella siempre nos motivaba, sobre todo a Ayelen y a mi, las dos alumnas/soldados que más tiempo le dedicamos a ese gran santuario de la danza. Sus estímulos venían de todos los aspectos desde donde puede ejercitarse la materia (danza), pero había una frase de aliento que me obsesionaba más que ninguna otra: ¡qué buena pregunta!

El realizar una buena, correcta, justa, inteligente, interesante o hasta perfecta pregunta fue mi obsesión de cada clase. Me perdía la secuencia de movimientos, me olvidaba lo que tenía que hacer verdaderamente, por encontrar la pregunta que desate ese conjunto de pasos, esa música, esa expresión.

La respuesta no me interesaba, sólo la pregunta.

 ¿qué preguntar? ¿cómo? ¿cuándo?

Hoy sigue siendo un motor, un modo de conectarme con la realidad.

El proceso de indagación para preguntar me permite entrar en… en las cosas, en  las personas, en  las situaciones, etc., me ayuda a ser consciente de la profundidad de los elementos, a renovar asociaciones o hilos de creencias, me despierta la imaginación y la creatividad.

Luego de muchos años preguntándome, quiero compartir mi obsesión por buscar preguntas sin respuestas. Quiero desmenuzar preguntas con la esperanza de que al hacerlo pueda vivir en tranquilidad, nadando en la duda y sin respuestas.